Esa niña de cuatro años y pico ha tenido mucha suerte. Fue concebida con una carga genética más bien favorable. Su gestación avanzó en un ambiente familiar saludable, cálido y armonioso en general, arropado por una época de relativa tregua y por un país puntero en muchos órdenes, sobre todo el social. Nació libre de violencia obstétrica, piel con piel con su madre y casi también con un padre colaborador en el parto desde el primer momento. Y la bonanza de mil caras siguió rodeándola e impregnándola durante los tres años y medio que han necesitado su cerebro y su sistema nervioso para establecer su arquitectura básica y su óptima configuración estructural, ricos ambos en contenidos moldeados por influencias y estímulos adecuados en su gran mayoría. Sí, Neida (así se llama ella) ha sido especialmente afortunada, tanto que, en circunstancias habituales, la vida le resultará probablemente más gratificante y provechosa que a los demás niños. Porque ha completado con éxito la Fase Decisiva de la existencia, ésa que marca el devenir personal con su sello indeleble de muy difícil corrección. El árbol ha empezado a crecer recto y, en adelante, le será más fácil mantener la vertical. El inconsciente de Neida ha fraguado a satisfacción y presentará a su dueña menos secretos y desafíos atávicos, menos trampas y tortuosidades inexplicables, menos contradicciones inherentes, menos mandatos aberrantes. ¿Esta criatura es una entre mil?. Así me lo parece a mí, desgraciadamente. Y me pregunto: ¿en qué medida hemos conseguido acercar a nuestras hijas a este nivel de realidad?. Tal vez ellas quieran contestarme algún día.
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