Cuando nos quitamos la ropa de casa y empezamos a arreglarnos para salir, nos adentramos en el mundo del glamour; éste, por supuesto, tiene incontables niveles y gradaciones, tantas como personas lo abordan, pero su denominador común es mejorar nuestra imagen, hacer más agradable nuestra presencia a los demás con fines muy variados. Para ello movilizamos con frecuencia un fantástico arsenal de productos cosméticos, vestimentas, fragancias, adornos y disfraces que, pensamos, realzan nuestra figura y nuestra capacidad de seducción. Luego, creamos y visitamos los escenarios donde lucir adecuadamente nuestras galas: cafeterías, restaurantes, bares de copas, discotecas, teatros, cines, salas de exposiciones, sitios concurridos, enclaves turísticos de moda y muchos otros. El mundo del glamour cultiva la belleza, la ficción, el ensueño, y tiene su lugar propio en nuestras vidas. Está bien. Pero cuando intentamos trasladar algunos de sus contenidos, por ejemplo, historias románticas urdidas bajo el influjo del idealismo, la música y el alcohol, a ese otro mundo que dejamos atrás al principio, el de la intendencia doméstica, el de los usos y costumbres pedestres del hogar, que todos conocemos a fondo, conviene andarse con cuidado porque son universos muy distintos, no tienen nada que ver, y sólo hay un puente capaz de unirlos: el amor. El amor bien entendido, naturalmente. En su ausencia o en su confusión, el trasvase suele acabar en fracaso y, con frecuencia, desemboca directamente en el desastre.
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