Llevaba muchos años tras la pista de Anais Nin, pero no he conseguido leerla hasta ahora. El quinto volumen de su diario me parece elegante y de una refinada psicología que da cumplida cuenta de sus frecuentes tumbos anímicos y de sus incesantes peripecias viajeras. Anais sabe desbrozar la maraña de sentimientos y el tobogán de las emociones con pluma afilada y un corazón en carne viva. Entre París y Acapulco discurren sus saltos transatlánticos remitiéndonos a un México primordial donde los colores se huelen y ciegan y la vida queda salpimentada entre efusiónes de sangre y rondas de amor con mucho aguardiente. Rosa Montero, por su parte, lo borda con "El peligro de estar cuerda", un libro de anécdotas, reflexiones y algunos retazos autobiográficos que pone en su diana el privilegio de la creación literaria y el coste desorbitado que pagan por él muchos escritores/as que se empeñan en ligarlo sentimental y profesionalmente al juicio de los demás. Rosa lo disfruta a tiempo completo y, claro está, lo entiende perfectamente. Escribir en estado de inspiración es sentirse llevado por las musas más allá de los límites pedestres, es volar insuflado por las palabras que parecen adquirir vida propia, te traspasan con su magia y te presentan de inmediato a sus mejores sucesoras en la frase en curso, es sumergirse en un placer etéreo que rasga suavemente para ti los velos de la transparencia, es colmarte las venas con la dulzura que sólo puede dar la auténtica belleza. Todo eso y mucho más es escribir sintonizado con la esencia de las cosas superiores. No tiene comparación posible con la lotería del criterio ajeno acerca de tu creación ni con el albur de la indiferencia o el rechazo de posibles lectores. ¿Por qué entonces, como cuenta brillantemente Rosa en este libro, tantos narradores son empujados al suicidio o a los frenopáticos por la falta de respuesta popular a sus textos? Ella nos lo explica muy bien y, por su ardoroso entusiasmo, sospecho que le bastaría, como a mí, las exquisitas vivencias de juntar las letras de una determinada manera. Aunque luego no se comiese una rosca, editorialmente hablando.
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