Cuidando de Gael en las horas señaladas, hemos seguido los pasos de Coral en su gira por media España.
Andalucía nos acogió primero con sus soles y olivares en días de buen tiempo. Sevilla volvió a encantarnos entre jazmines, alamares y exquisita azulejería bordando los bancos, fuentes y fachadas mudéjares. Fuengirola nos dio el mejor sabor de la familia (dos hermanas viven allí) entre paellas marineras y azules mediterráneos. Huelva, por su parte, fue un sueño de esteros y marjales añorando las lejanías colombinas.
Galicia después, un recital de ondulantes verdores y caricias del agua a la vera del río Miño, en las humeantes termas de Outaritz. Las humedades muñeiras nos condujeron seguidamente a la coruñesa Torre de Hércules, alzada por los romanos y forjada con leyendas grecolatinas. Finalmente, el melancólico paseo marítimo de Burela nos regaló vientos y lluviosos horizontes adornados con perfiles cantábricos, incluso un bonito amanecer rosa y oro.
Desde el incesante muro de cemento y hormigón que empareda el Mediterráneo en la Costa del Sol pasamos directamente a las playas desiertas e infinitas de Huelva. El contraste es muy fuerte.
Gloria y yo caminamos en silencio por las arenas del Portil (Punta Umbría) con las olas espumosas del Atlántico a un lado y las dunas semisalvajes, rematadas por pinares inacabables, al otro. Frente a nosotros, a kilómetros de distancia, dos puntitos humanos parecen moverse apenas sobre la gris extensión salpicada de gaviotas y alcatraces y, más lejos todavía, divisamos las blancas casas de El Rompido.
Me inunda una sensación de paz tejida con los tenues hilos de la libertad y de la resaca marinera. Luego, penetro en otra dimensión donde me esperan dos viejos amigos.
Los reconozco: son la inmensidad y el sentimiento oceánico de la vida.
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