Tras la tormenta de ideas y sentimientos, cuando los sueños parecen rotos, los proyectos abortados y las metas reducidas a simple quimera por la fuerza de los hechos, suele dominar el vacío. Antes, naturalmente, ha habido el típico proceso de rebeldía, negación, depresión, resignación y aceptación pasiva de la derrota. Pero, como el vacío resultante no se puede soportar, muchos intentan llenarlo con toda clase de cosas tan espúreas como las que ya se han dejado por el camino. Los remedios más socorridos acostumbran a ser los más burdos: alcohol, drogas, tabaco, bulimia, sexo a tope, consumismo feroz, apego compulsivo a los chismes electrónicos, ludopatías, militancias políticas, religiosas, deportivas, sectarias... La lista es larga. Y sus efectos cada vez más cortos.
Un día, sin embargo, te sientes raro. La mañana es tibiamente soleada, paseas sin prisas y empiezas a notar una suave emanación de tu interior, un tenue deleite que acaba inundándote por completo. Al trasluz de esa dulzura, la existencia parece bastarse a sí misma. Cualquier pensamiento, imagen o recuerdo te supone un estorbo, una interferencia en ese mundo de sensaciones armoniosas, de bienestar autosuficiente. No quieres nada, no necesitas nada más. Sabes que ese estado, cuidándolo con esmero, te puede durar más que cualquier excitación banal, cualquier estímulo superficial.
Entonces te das cuenta de que, con un mínimo de salud física y mental, este deleite podría ser todo LO QUE NOS QUEDA.
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