(foto webb) |
Se dice que la guerra hace aflorar lo peor de la naturaleza humana. Que un ciudadano modélico en muchos aspectos en tiempos de paz puede convertirse en un atroz carnicero de sus semejantes cuando truenan las armas. Que una madre atenta, cariñosa y abnegada con su prole puede llegar a ser una despiadada torturadora en caso de conflicto bélico. Pero lo mismo ocurre cuando alguien común y corriente accede de pronto a un elevado estatus de poder, ya sea político, económico, social o religioso; cuando su limitada influencia personal en el vivir cotidiano cambia más o menos bruscamente y cobra un alcance que afecta a millones de personas. Sucede, en general, siempre que las zonas grises de la experiencia habitual, rutinaria, del individuo medio, se desplaza a extremos inusuales y particularmente intensos. Ahí, en los márgenes, es donde queda al descubierto nuestra verdadera condición.
Quizá pueda ilustrar todo esto la siguiente imagen: tenemos una ciénaga extensa de tonos oscuros recubierta en gran parte por blancos polvos de maquillaje que la ocultan. El disfraz es bastante denso y eficaz en sus regiones centrales pero va perdiendo grosor según nos desplazamos hacia los bordes y ahí, en la periferia, es ya tan débil, que la pestilencia de abajo se transparenta ya claramente, queda al desnudo.
El maquillaje superior es el barniz de civilización que nos hemos fabricado a lo largo de cientos de miles de años, en forma de cosmovisiones tribales, mitologías, creencias religiosas, filosofías, tradiciones culturales diversas, conocimientos científicos y técnicos, normas de cortesía, educación y moral pública, principios éticos, etc.
En general y durante gran parte del tiempo ese maquillaje logra disimular pasablemente nuestro ominoso trasfondo de ignorancia y miedo, de los cuales derivan la agresividad, la violencia, el sadismo, el morbo masoquista, la codicia, la ambición, el feroz egocentrismo o individualismo separatista, mil deseos contradictorios, la mentira, la hipocresía, el cinismo, y tantísimas otras cosas.
Lo ordinario del acontecer, el día a día, nos permiten movernos en esas zonas centrales donde el maquillaje funciona y los rigores de la ciénaga no se traslucen demasiado. Pero cuando sobrevienen acontecimientos negativos de singular relevancia o cuando las circunstancias toman un cariz desacostumbrado con implicaciones especiales para el yo, la dinámica se vuelca hacia los extremos del pantanal y ahí la máscara de bonhomía se diluye trágicamente. Vemos, entonces, lo que somos en realidad. No todo lo que somos... porque la imagen de la ciénaga y su maquillaje, como todas las imágenes, es sólo parcial y relativa. En nuestro interior también hay amor, bondad, empatía, altruísmo, abnegación, generosidad, desprendimiento, calor humano, comprensión, cantidad de elementos positivos, vaya.
Sin embargo, la ciénaga está ahí, operando subrepticiamente. Mantiene a la especie humana en su rumbo de colisión con la realidad. Y hace cada día más dudosa su supervivencia.
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