El ejercicio del poder es una de las drogas más subyugantes que existen. Cuanto más tienes más vuelve del revés, como un calcetín, tus más sagrados principios morales y éticos, hasta dejarlos en nada ya bien arriba, en lo alto de la pirámide. Por eso nos asombran tanto las raras excepciones. Las relaciones de poder se dan en todas las áreas de la sociedad. Los cónyuges o miembros de cualquier pareja suelen medir sus fuerzas, consciente o inconscientemente, para alzarse con el mando en casa. Otro tanto sucede con frecuencia entre hermanos, familiares diversos y amigos que conviven, entre compañeros de piso, de habitación patera, de clase, de trabajo y entre vecinos. Ocurre en cualquier colectivo humano, entre gremios, corporaciones, clases sociales, iglesias y sectas organizadas, entre bancos y empresas, entre partidos políticos, entre razas y etnias, entre regiones, comunidades autónomas y Gobiernos, entre países y bloques de naciones coaligadas, entre el Norte y el Sur globales. Pasa en todas partes, a ver quién se hace con el objetivo más valioso y códiciado en cada metro cuadrado de nuestro mundo. Desde que Herbert Marcuse estudió a fondo los abundantes mecanismos de la Dominación, ya sea concreta o abstracta, no me he encontrado con más pensadores que hayan dado al tema el relieve y la importancia que, en mi opinión, merece. Porque es uno de los pilares fundamentales de la interacción humana, y no precisamente para bien al hundir sus raíces en nuestro más puro egocentrismo.
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